Había
una vez una niña llamada Irene, vivía en el último pueblo de la comarca, de
nombre Mancorazón, más allá de él ya
sólo había bosques y montañas.
Faltaban
muy pocos días para la Navidad y como de costumbre, sus padres y ella se
pusieron manos a la obra con el belén de aquel año. Para ello, lo primero que hicieron aquella
mañana fue salir al campo muy tempranito
y recoger el musgo del primer rocío de la mañana. Ya en casa, desplegaron la mesa y la forraron
con papel marrón, sobre ella modelaron el paisaje, montañas, ríos, valles… y lo
llenaron de casitas de labradores, mujeres lavando la ropa en el rio junto a
los patos, granjas con sus gallinas y sus cerdos, pastores con sus ovejas… Por
supuesto, no podía faltar el caminito, por dónde los Reyes Magos llegaban
al portal, guiados por su estrella. El pesebre estaba hecho de corteza de
árbol. Cuando La Virgen María, San José,
El Niño Jesús, la mula y el buey
ocupaban su sitio, ya se podía decir que estaba terminado el belén.
Irene
tenía ocho años, todas las Navidades desde que tenía uso de razón, hacía la
misma maniobra, se lo tomaba como un juego muy emocionante. Cada noche antes de
dormir, se acercaba al belén y adelantaba con sus manitas a los camellos de los
Reyes Magos, a través del caminito, haciéndoles avanzar cada día un pasito más.
Cuando, por fin llegaban al portal, Irene se ponía muy contenta porque eso
significaba que ya había llegado el momento, de que los reyes vinieran a su
casa y le dejaran los juguetes que les había pedido.
Pero
aquel año ocurrió un acontecimiento inesperado. Cada mañana, cuando iba a
comprobar el belén, se daba cuenta de que los camellos estaban en el mismo
lugar, no se habían movido ni un paso.
Llegó la noche de reyes, y todo seguía igual. Irene estaba muy triste,
pensaba que ese año no le traerían ningún juguete, tal vez, se
había portado mal.
En
Mancorazón, los Reyes Magos de Oriente Melchor, Gaspar y Baltasar atravesaban
las montañas hasta llegar al pueblo. Todos los niños los recibían en la
Iglesia; al llegar a la entrada, los camellos doblaban sus largas patas y los
reyes acompañados por sus pajes entraban hasta el altar y se sentaban en sus tronos.
Irene,
era una niña muy tímida, hablaba a través de sus grandes y redondos ojos
verdes, aquel día su madre le había
recogido el pelo en una cola de caballo, pero sus rizos rebeldes se resistían y
caían libres sobre su rostro.
¡Hija! ¿no estás contentas de ver a los Reyes Magos?
Mamá a mi no me traerán nada este año.
¿Pero por qué dices eso Irene?
Porqué lo sé, mamá.
Los
reyes iban diciendo los nombres de los niños y ellos se acercaban a recoger sus
regalos. Ya casi no había nadie en la Iglesia,
cuando oyó su nombre; estaba justo a punto de ponerse a llorar.
¡Mamá me han llamado, no puede ser!
¡Qué sí hija, anda ves!
Iba
por el pasillo despacito, asustada,
mirando para atrás a su madre, como si no se lo creyera. Llegó y fue el
Rey Melchor el encargado de darle su regalo, ¡su rey favorito!, la subió en sus
rodillas y comprobó su larga barba blanca.
Irene este año te has portado muy bien y aquí tienes la bicicleta que nos pediste. Pero quien no se han portado nada bien han sido tu padre y tu tío, ellos tendrán carbón como se merecen.